Hace unos días recibí un llamado telefónico de Julián Licastro, ministro plenipotenciario, cuyo último destino fue en los Estados Unidos, y conversábamos un poco de actualidad nacional y otro poco de historia, cuando me advirtió: “Piense lo siguiente, Brienza, cuando los norteamericanos fueron derrotados de Vietnam, volvieron sus ojos hacia América Latina e iniciaron una serie de golpes que incluyó a Chile, Uruguay y la Argentina.
Ahora que se retiran de Irak sin poder controlar la zona, van a volver a mirar hacia nuestro continente. Y la forma de los nuevos golpes va a ser como el de Honduras, un desgaste institucional que deriva en crisis y derrocamiento.” No era la primera vez que oía esa teoría, pero no me imaginé que se iban a cumplir con tanta celeridad sus palabras.
Es posible que la participación del gobierno estadounidense esté más mediatizada que en los ’70 –o que en realidad responda a las internas nunca bien desentrañadas de ese país– pero lo cierto es que lo que se conoce genéricamente como “la derecha” –ese conglomerado financiero, mediático, de capitales concentrados, político, y que cuenta con el apoyo de las fuerzas de seguridad que no quiere perder privilegios– golpea de esa manera: con golpes institucionales en defensa de la institucionalidad.
La Unasur tiene un gran desafío por delante: frenar de cuajo los movimientos golpistas que se ciernen sobre el continente.
Se sabe que en nuestra región los quiebres democráticos los realiza el mismo sector: el poder económico concentrado en alianza con la potencia de turno.
Y también, cómo sigue la historia.
El golpe en Guatemala contra Jacobo Arbenz convenció a Ernesto Che Guevara de que las democracias no tenían sentido en América Latina.
La segunda mitad del siglo XX estuvo teñida en sangre, entre otras cosas, por esa intervención militar.
Los movimientos nacionales y populares ya aprendieron a jugar dentro del sistema político y lo demostraron.
¿Habrá aprendido el liberalismo conservador la lección?
Bolivia, Venezuela, Ecuador y la Argentina –el brutal lock out de las organizaciones rurales– parecen demostrar lo contrario.
Es un juego peligroso: la democracia no se mancha.
(Por Hernán Brienza)
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