La mirada al frente, el mentón erguido y una botella de agua mineral que se agita con la convicción marcial de la bastonera que marcha al frente de la banda musical.
Hay que adivinar su edad –¿unos 35?– porque no la dice.
Tampoco su nombre, ni su ocupación, ni el barrio donde habita.
Ella va a cumplir con la consigna del silencio de la palabra y va a aturdir todo lo posible con su instrumento; tanto que la amiga que la sigue pregunta con qué lo hace. “Son monedas, nunca las uso para que no me pese la billetera”, dirá con una risita que le desarma el gesto recuperado de inmediato.
Está en Callao y Santa Fe, ahí donde el perfume le gana la pulseada a la transpiración y las campanitas de bronce robadas a la vitrina de los adornos encuentran por fin una utilidad concreta.
“Hoy no es el día para hablar”, dirá una señora de bronceado parejo que parece haber cruzado la frontera de los 70.
¿No es un día para manifestarse? “Sí, pero no para hablar.”
Sin embargo, el entusiasmo es mucho y el calor de la multitud afloja algunas lenguas rebeldes a lo que se propusieron.
A la pregunta por el nombre, el arquitecto dirá: “No te voy a dar mi identidad”, a la pregunta sobre el significado del cartel que lleva en la mano devolverá otro interrogante: “¿Sos argentina? Bueno, lee. Acá no dice ‘sale’ (pronuncia en inglés), dice ‘sale’ ¿entendés?” y exhibe una foto de la Casa Rosada con carteles de liquidación escritos en inglés iguales a los que se pueden ver en cualquier comercio de esta avenida.
Orgulloso de su fotomontaje, el hombre pone frente a la cronista otra de sus creaciones: una imagen que mezcla el rodete típico de Eva Duarte con la cara de Cristina Fernández y la leyenda “ReEvitaLa” que acompaña con una explicación que mezcla un desprecio ancestral contra el peronismo y la necesidad de evitar otra elección de la Presidenta.
Son las 8 de la noche, la hora de la cita para la expresión del rechazo y ese sentimiento campea en los carteles: “En el cielo las estrellas, en el campo las espinas y en la televisión argentina, la conchuda de Cristina”, dice uno, impreso y pegado sobre cartón, un estandarte que se aplaude y se fotografía con las sonrisas que genera la complicidad.
“Me voy a Narnia, prefiero que me gobierne un león y no una yegua”, dice otro que lleva un grupo de adolescentes, el pelo atado en cola de caballo donde anudaron las banderas argentinas, chicas felices de haber encontrado un lenguaje propio para decir lo que sienten.
Otro grupo, esta vez de varones y ya pasados los veintipico, hicieron el intento con menos éxito: “No a la 24!!” dice su cartel y no atinan a dar una explicación que funcione: “Es por un capítulo de los Simpson” ¿Cuál? “Uno en que querían echar a los inmigrantes y había que votar entre la proposición 23 y la 24”, pero la verdad es que no se acuerdan si la 24 era para que se queden o se vayan los migrantes. “Bueno, es un chiste, pero lo que dice de este lado es serio”, se desembaraza el muchacho de las explicaciones baldías. El no quiere ser Venezuela y antes de llamarse a silencio siente en la espalda esa palmada fuerte, aprobación de macho que le regala uno que se desprendió de un grupo de cinco, amigos desde la escuela secundaria ahora convertidos en ingenieros y empresarios, fumando habanos gruesos como pulgares. El aliento a alcohol del que se ha desprendido de la manada puede ser el motor de sus ganas de hablar, de decir que “todas las decisiones que tomó este gobierno son inconstitucionales, no se puede aguantar a que esta mina termine su mandato”. Es inmediatamente reprendido por el grupo. No debería haber dicho lo que dijo, no sabe con quién está hablando. Pero el díscolo sigue y da ejemplos: “Lo de YPF es completamente inconstitucional. ¿Y las mentiras del Indec? Ni en el gobierno militar se intervino el Indec y esta yegua lo tiene intervenido. Nos hicimos los cancheros no pagando la deuda externa y ahora nos sacaron la fragata. Vas a ver, nos van a secuestrar todos los aviones de Aerolíneas Argentinas que aterricen en un país extranjero”.
Su locuacidad se interrumpe, desde un balcón de Santa Fe al 1600 un hombre habla a través de un equipo de sonido, transmite lo que sucede en otras ciudades del país, arenga con frases apenas inteligibles. “¿Qué dijo?”, pregunta una mujer a otra que confiesa no saber mientras aplaude enfervorizada. Junto a ella, Marina, de 45, avanza con sus tres hijos, todos de escuela primaria y con las remeras de la escuela Argentina Modelo. La rubia contadora también hizo su cartel: “Néstor volvé, te olvidaste de Cristina”. Ella dirá que es una manera ingeniosa de decir que “desaparezca de la faz de la tierra”, se ilusiona con la candidatura de Macri y tiene que preguntar a su hijo por quién votó la última vez. “Binner”, dice el niño de diez y ella se alegra de haber llevado con ella a sus “apuntadores políticos”. La última vez que estuvieron todos juntos en la calle fue “cuando vinimos con las velitas, por lo de Blumberg”.
La consigna en contra de la inseguridad es la más políticamente correcta y la más repetida. Y los niños –que hay muchos de verdad, las familias numerosas se cuentan por centenas– son su cara más sensible y más aprovechada.
La vedette es uno de ojos claros como el agua y un cartel que porta con gesto compungido: “Quiero volver solo de la escuela y no tener miedo”. Los teléfonos celulares que lo apuntan para fotografiarlo sellan su estrellato en la calle.
“Es que estamos cansadas del odio, no entiendo por qué tienen que odiarte porque pertenecés a un sector social. Porque una familia tiene un beneficio no quiere decir que los pobres te tengan que odiar; al contrario, porque nosotras hacemos muchas obras de caridad. Pero los discursos de la Presidenta alientan el odio”, dice una joven en un grupo de tres –dos estudiantes de la UCA y una de la Universidad Austral– y enseguida Miguel Romano, un comerciante de 60, la corrige de pasada. “No es la Presidenta, es el presidente, porque es un ente, no tiene género. Ella lo debería entender.”
Ella, la arrogante. Así la calificará Francisca, una profesora de historia de 56 que vino de Pilar y montó su pancarta sobre una raqueta de tenis en la que enhebró una larga lista de “No” –al odio, la re-re-elección, la Corte Suprema–. Con cualquiera de esos no es que se cumpla al día siguiente de la protesta ella estaría contenta, dice y junto a ella pasa una familia con su reclamo escrito en marcador: “Cristina, renunciá ya, ya, ya”. ¿Y quién podría venir si ella renunciara? “No sé, no me importa”, dice el padre de familia.
por Marta Dillon.
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