Darío y Maxi, de todos modos, son nombres que suelen estar mucho más presentes que otros que integran esa larga lista de muertos en crímenes políticos. Tal vez porque Kosteki y sobre todo Santillán, se han transformado en un símbolo auténticamente generacional.
Los apellidos Kosteki y Santillán ya forman parte, son un hito más, de la memoria de las luchas populares de nuestro país, e incluso del continente. Darío y Maximiliano no fueron los primeros, y con pesar debemos decir que tampoco fueron las últimas personas asesinadas mientras participaban de luchas populares, sea por parte del Estado, como en el caso del maestro neuquino Carlos Fuente Alba, o por mafias corporativas, como Mariano Ferreyra, o los secuestrados Jorge Julio López y Luciano Arruga. Las tres últimas décadas de vida democrática en Argentina, y la particular política de Estado de no represión a la protesta social de la última, no han logrado impedir que las muertes se continuaran sucediendo.
Es que la denominada “Masacre de Avellaneda” del 26 de junio de 2002 se constituyó en una fecha bisagra de la historia reciente de la Argentina. Un quiebre en un doble sentido: por un lado, clausuró –al menos por el momento– las perspectivas más insurgentes del movimiento popular, que por aquellos años había entrado en una ola creciente de radicalización en sus enfrentamientos con el poder. Por otro lado, pusieron un tope al intento de llevar adelante la fase autoritaria del régimen. El desenlace es conocido: el presidente interino Eduardo Duhalde tuvo que adelantar las elecciones y desde entonces ha sido una figura política en decadencia, “escrachado” cada vez que intentó relanzarse nuevamente, apelando a la amnesia social y presentándose como posible salvador del país ante el caos.
Duhalde, señalado durante estos doce años como principal responsable político de los asesinatos de Kosteki y Santillán, tiene la desfachatez, así y todo, de presentarse últimamente –y de ser presentado por las corporaciones mediáticas– como “hombre autorizado” para bendecir –puesto que no le da el cuero para encabezar él– a quienes considera los “hombres fuertes” –hombres, por supuesto, ya que la política, según palabras de su esposa “Chiche”, no es cosa de mujeres– capaces de hacerse cargo del país luego de los comicios del año que viene. José Manuel De la Sota o Sergio Massa, son los nombres que más salen de su boca cuando se pasea por los sets televisivos de importantes empresas de comunicación.
El hecho de que el Juez Ariel Lijo haya “cajoneado” la causa de las responsabilidades políticas de la Masacre de Avellaneda –según denunciaron distintas organizaciones recientemente– no hace más que confirmar una enseñanza amasada durante décadas por los organismos de Derechos Humanos en particular, y por el movimiento popular argentino en general: que con asesinos sueltos caminando por las calles no es posible pensar el presente y el pasado, y mucho menos proyectar un futuro con dignidad.
Si bien los juicios por delitos de lesa humanidad comenzaron a poner las cosas en su lugar, no debemos confundirnos. Así como el Terrorismo de Estado comenzó mucho antes del 24 de marzo de 1976, sus huellas aún no han sido del todo extinguidas. La mirada ochentista y noventista condicionada por la primacía de la “teoría de los dos demonios” ya no es hegemónica, pero eso no significa que no afloren cotidianamente, por aquí y por allí, una serie de “microfascismos” que se amasan en conversaciones, actitudes, omisiones y silencios que son los que explican, de alguna manera, que junto con el bombardeo mediático ejercido por ciertos sectores comunicacionales, un “afán linchador” segregue cuotas de lo peor que tenemos como sociedad.
Para que ello no ocurra, es importante que los expedientes judiciales no se archiven. La lucha por justicia y contra la impunidad, emprendidas por los familiares, amigos y compañeros de militancia de Darío y Maxi, que entre cosas conquistaron que en 2005 los Tribunales de Lomas de Zamora juzgaran y condenaran al ex Comisario Alfredo Fanchiotti y al ex Cabo Alejandro Acosta a cadena perpetua, fue un paso importante en ese sentido.
Como sea, las figuras de Kosteki y Santillán no han dejado de acompañar durante todos estos años la militancia de decenas de organizaciones, de distintas procedencias ideológicas e identidades políticas, en las luchas por conquistar, afianzar y proyectar nuevos derechos.
Maxi era nuevito en la militancia. Darío, en cambio, un reconocido dirigente social, que a pesar de sus escasos años, ya contaba con una importante trayectoria. Antes de ser referente de los movimientos territoriales, había participado en el Centro de Estudiantes en su colegio, y protagonizado prácticas juveniles que iban desde actividades culturales (revistas, programas de radio, organización de festivales de rock), hasta tomas de escuelas, movilizaciones, cortes de calles y actos en plazas del sur del conurbano. Por eso Darío es síntesis de múltiples prácticas: de la lucha callejera; de la organización de base en las barriadas; de la puesta en funcionamiento de experiencias de trabajo autogestivo; del estudio, el análisis y la formación política; de la apuesta por construir un nuevo sendero de liberación, y un puente hacia aquellas generaciones que pelearon antes.
Más allá de las identidades políticas desde las que se libren las batallas por venir, estoy seguro que la figura de Darío y Maxi seguirá acompañando la construcción de una agenda política del pueblo, en el camino por conquistar un país en el que se sienta un completo orgullo por habitarlo.
Por Mariano Pacheco
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