Emilio Eduardo Massera fue un ícono del terrorismo de estado. Los ejes de su paso por la historia fueron la fragmentación social, la destrucción productiva y la masacre. Sus últimos tiempos Aquella anécdota aún genera cierta sorna en los pasillos de la editorial Atlántida. Una mañana a fines de 2000, su director general, Constancio Vigil, fue de su oficina a la redacción de la revista Gente para ordenar una guardia periodística en la quinta de Emilio Eduardo Massera en El Talar de Pacheco.
Con prisión preventiva por la apropiación de un bebé nacido en la Esma, el ex almirante estuvo un par de inviernos alojado en Campo de Mayo, hasta octubre de ese año, cuando accedió al beneficio del arresto domiciliario. Pero el día anterior, un equipo del semanario Veintitrés puso al descubierto su presencia afuera de la propiedad; por ello, su traslado a una cárcel militar estaba por ser resuelto de un momento a otro.
Lo cierto es que Vigil se mostraba muy pendiente del asunto. Y sus enviados no tardarían en arribar al sitio en cuestión. Se trataba de un paradisíaco refugio de casi nueve mil metros cuadrados con una frondosa arboleda, dos canchas de tenis, pileta y una cómoda casa que el Negro –como le decían a Massera sus camaradas de promoción– había, digamos, adquirido en 1977 mediante los mismos intermediarios, testaferros y escribanos que usó para quedarse con otros inmuebles de empresarios secuestrados. Ahora, con una tijera de podar facilitada por un vecino, los de Gente hicieron un corte circular en el ligustro para introducir un enorme teleobjetivo.
Por dicha lente se veía al dueño de casa con nitidez. El otrora poderoso jefe naval, ya obeso y marchito, lucía ropas de jogging y un semblante contrariado. Salía al jardín y entraba al chalet una y otra vez, para entregarse allí a largas conversaciones telefónicas, en las cuales gesticulaba con frenesí. Al cronista sólo le bastó comunicarse con su abogado, Miguel Arce Aggeo, para conseguir el número de ese celular. Y llamó. Massera no demoraría en atender.
–¿Quién habla? –bramó, a modo de saludo. El cronista se lo dijo. Y para su sorpresa, la sola mención del medio para el cual trabajada enfureció al represor.
–¡Decíle de mi parte a Constancio que es un cornudo!– fueron sus exactas palabras. Al regresar al viejo edificio de la calle Azopardo, el cronista anunció:
–Hablé por teléfono con Massera.
–¿Qué te dijo? –quiso saber el director de Gente, Jorge Luján Gutiérrez. A su lado estaba Vigil.
La respuesta fue:
–Que el señor Constancio es un cornudo–.
Así de frontal era el hombre que supo hacerse llamar Comandante Cero. Sin embargo, su animosidad hacia el empresario no era fácil de explicar. Al fin y al cabo, en la etapa más álgida de la dictadura, las revistas editadas por la familia Vigil le prestaron un invalorable apoyo. Como, por caso, la entrevista apócrifa a Thelma Jara de Cabezas publicada en Para ti a mediados de 1979 con el siguiente título: “Habla la madre de un subversivo muerto”. Para las fotografías, ella fue llevada desde su lugar de cautiverio en la Esma a la coqueta confitería Selquet, en el barrio de Núñez. Dos décadas después, su encono no se circunscribía sólo a los Vigil sino al establishment en su conjunto. Motivos no le faltaban.
Lo cierto es que las primeras manifestaciones de ese sentimiento las expresó en 1985, durante el histórico juicio a la Juntas, cuando –vestido de uniforme por última vez en su vida– tomó la palabra para fustigar a la “veleidosa sociedad” que le daba la espalda luego de haberlo consentido. En realidad se refería a los empresarios más importantes del país, quienes se habían beneficiado gracias a su sangrienta irrupción en la Historia. Éstos, que le rindieron pleitesía a su poder criminal, ahora preferían olvidar al hombre que fue su referente dorado. Y él, que acarició la ilusión casi infantil de que compartiría sus privilegios para siempre, ahora resoplaba bocanadas de resentimiento.
El 2 de diciembre de 2002, Massera volvió al penal de Gendarmería en Campo de Mayo. A los pocos meses, tuvo que ser llevado de urgencia al Hospital Naval por un derrame cerebral seguido por un infarto. Fue la escala inicial de su prolongada travesía hacia la muerte.
El marinero de agua dulce. Durante la primavera de 1975, el deterioro del gobierno constitucional -encabezado por el presidente del Senado, Italo Luder, debido a la prolongada licencia médica de la que gozaba la viuda de Perón-iba en aumento. Las Fuerzas Armadas ya preparaban con ahínco su desfile hacia el 24 de marzo de 1976. El comandante del Ejército, Jorge Rafael Videla, ya paladeaba en secreto su inminente brinco hacia la cúspide del poder, al igual que el almirante Massera. Éste era el otro gran protagonista de la conspiración.
Su carácter entrador había fascinado al mismísimo Juan Domingo Perón, quien en 1973 dio el visto bueno para su nombramiento como jefe máximo de la Armada. En ese momento, el marino aún no había cumplido los 50 años y su designación les costó la cabeza a 14 jefes navales de mayor jerarquía, ya que el Negro apenas ostentaba grado de contraalmirante. Es que ese marino entre atildado e informal -cuyo rol más importante en su legajo había sido la jefatura del Servicio de Informaciones Navales- sabía sorprender al viejo caudillo. Éste, no sin su proverbial picardía, una vez le dijo:
–Masserita, usted se ha equivocado de tren...
Y tras una pausa, agregó:
–En vez de ir a Campo de Mayo se metió en el de Río Santiago.
Es que, tanto por su temperamento como por sus anhelos políticos, el joven comandante naval parecía -a los ojos del General- un oficial del Ejército.
¿Sabría, además, que se trataba de un miembro de la organización fascista Propaganda Due? Es probable que sí. Pero seguramente ignoraba que su jefe máximo, Licio Gelli, había depositado en la persona de Massera la tarea de garantizar la influencia de esa logia en el país, en caso de que los uniformados tomaran el poder.
Al morir Perón, Massera tejió una alianza táctica con López Rega y, tras romper con éste, fingiría su apoyo incondicional a Isabel. Sostuvo esa fachada sólo unas semanas, hasta que su alineamiento con Videla comenzó a ser inocultable. Pero, en paralelo, mantenía con él una vidriosa relación alimentada por el desprecio y la rivalidad. Claro que dichas desavenencias no eran dirimidas públicamente, aunque en privado solía deslizar que el jefe del Ejército “carecía de talento, carisma y capacidad de liderazgo”. No obstante, ambos se las ingeniaron para que, a principios de octubre, Luder y su gabinete en pleno suscribieran -en relación a la llamada lucha antisubversiva- los decretos de aniquilamiento, que ampliaban a todo el territorio nacional las facultades represivas de los cuales gozaba el Ejército en Tucumán.
Por entonces, había comenzado a sesionar en el Edificio Libertad un estado mayor clandestino, integrado por representantes de las tres Armas, cuya tarea era lubricar los engranajes del aparato golpista. En tanto, cuadrillas de conscriptos efectuaban las refacciones necesarias para transformar a la Esma en el mayor campo de concentración del país. Ese sitio, además, sería para el Negro un laboratorio social.
Ya se sabe que allí fueron exterminados unos cinco mil detenidos-desaparecidos. Ya se sabe que entre los forzados huéspedes del lugar, el Almirante Cero tuvo la ocurrencia de seleccionar un fantasmagórico staff de cuadros que alimentara de contenidos su ensoñación por convertirse en líder del pueblo argentino.
Entre los muros blanquecinos de la Esma pasó un episodio que lo pinta por entero. En la Nochebuena de 1977, bajaron a un grupo de cautivos a un salón de la planta baja. Entonces apareció él, con uniforme inmaculadamente blanco y actitud impecable; su presencia no tuvo otro propósito que la de desearles a sus presas una feliz Navidad. Así era él.
El hundimiento. Mientras en la hermética esfera del poder, Massera encarnaba el ala más inflexible de la Junta Militar, de cara a la opinión pública se exhibía abierto, razonable y comprensivo. Se oponía al plan económico de Martínez de Hoz; proponía recuperar algunos tópicos del desarrollismo. Solía reunirse con políticos. Hablaba de apertura. Coqueteaba con la socialdemocracia europea. Fundó el diario Convicción y su propio espacio político, el Partido para la Democracia Social. Y para impulsarlo, se separó del gobierno el 16 de septiembre de 1978. Alternaba todas esas actividades frecuentando alcobas de mujeres tan disímiles como la vedette Graciela Alfano, la escritora Marta Lynch y Martha Mc Cormak, mujer de su socio Fernando Branca. El asesinato de éste le costó caro. El 21 de junio de 1983, fue por ese caso por primera vez tras las rejas.
De esa caída jamás se recuperaría. En 1985, junto con los otros ex comandantes, fue condenado a cadena perpetua, más accesorias por tiempo indeterminado. Los indultos de Menem revirtieron esa situación.
En 2000 -ya se sabe- iría otra vez a prisión para luego terminar en un hospital. Juzgado en ausencia en Italia, sólo la bruma de su mente atiborrada por múltiples coágulos le garantizó la impunidad. En agosto fue ratificada su condena de 1985. Tampoco se enteró. Ese hombre que fue dueño de vidas y haciendas ahora ya no controlaba ni siquiera sus esfínteres. Ahora ya no está más entre nosotros.
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