El atentado terrorista perpetrado en las oficinas de Charlie Hebdo debe ser condenado sin atenuantes. Es un acto brutal, criminal, que no tiene justificación alguna. Es la expresión contemporánea de un fanatismo religioso que –desde tiempos inmemoriales y en casi todas las religiones conocidas– ha plagado a la humanidad con muertes y sufrimientos indecibles.
Los políticos y gobernantes europeos y estadounidenses se apresuraron a manifestar su repudio ante la barbarie perpetrada en París. Pero parafraseando a un enorme intelectual judío del siglo XVII, Baruch Spinoza, ante tragedias como esta no hay que llorar sino comprender. ¿Cómo dar cuenta de lo sucedido? La respuesta no es simple porque son múltiples los factores que la precipitaron. No fue la obra de un grupo de fanáticos que, en un inexplicable rapto de locura religiosa, decidieron aplicar un escarmiento ejemplar a un semanario que se permitía criticar ciertas manifestaciones del Islam. Esta conducta debe ser interpretada en un contexto más amplio: el impulso que la Casa Blanca le dio al radicalismo islámico desde el momento en que, producida la invasión soviética en Afganistán, la CIA determinó que la mejor manera de repelerla era estigmatizando a los soviéticos por su ateísmo y potenciando los valores religiosos del Islam. La Agencia era en esos momentos dirigida por William Casey, un fundamentalista católico, y bajo la administración Reagan tuvo a su cargo la promoción, entrenamiento y financiamiento de Al Qaida, bajo el liderazgo de Osama bin Laden. Cuando en 2011 se consumó el fracaso de la ocupación norteamericana en Irak, Washington intensificó sus esfuerzos para estimular las guerras sectarias dentro del país, con el objeto de debilitar a los chiítas, aliados de Irán, y que controlaban el gobierno iraquí. El resto es historia conocida: reclutados, armados y apoyados diplomática y financieramente por Estados Unidos y sus aliados, los radicales sunnitas terminaron por independizarse de sus promotores, como antes lo había hecho Bin Laden, y dieron nacimiento al Estado Islámico y sus bandas de criminales que degüellan y asesinan infieles a diestra y siniestra. En su afán por desarticular los países de Medio Oriente, Occidente aviva las llamas del sectarismo religioso.
Por eso la génesis de este crimen es evidente, y quienes promovieron el radicalismo sectario no pueden ahora proclamar su inocencia ante la tragedia de París. Horrorizados por la monstruosidad del genio que se les escapó de la botella el 11-S, en su criminal estupidez declararon una sorda guerra contra el Islam en su conjunto. Y sus pupilos responden con las armas y los argumentos que les fueron dados desde los años de Reagan. Aprendieron después con los horrores perpetrados en Abu Ghraib y las cárceles secretas de la CIA; de las matanzas perpetradas en Libia y el linchamiento de Khadafi, recibido con una carcajada por Hillary Clinton, y pagan con la misma moneda. Resulta repugnante narrar tanta inmoralidad e hipocresía. Sobre todo si se recuerda la complicidad de quienes ahora se rasgan las vestiduras y no hicieron absolutamente nada para detener el genocidio perpetrado hace pocos meses en Gaza. Claro, dos mil palestinos, varios centenares de ellos niños, son nada por comparación a doce franceses.
Por Atilio A. Boron
Fuente: Página12
Fuente: Página12
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