domingo, 1 de abril de 2012

El incontrolable miedo a la juventud

Errores y esfuerzos ponen el acento en un miedo proverbial a la juventud. Un miedo repetido hasta el hartazgo en los medios (y en muchos textos disfrazados de ensayo): a la juventud de los ’70, a los jóvenes que volvieron de Malvinas y, ahora, a los que retornaron a la política después de la debacle de 2001.


Antes de la invención de la imprenta, reunirse para oír leer era una práctica necesaria. Dice Alberto Manguel en Una historia de la lectura: “No eran muchos los que sabían leer y escribir y los libros, propiedad de los ricos, eran el privilegio de un reducido número de lectores. Las personas que deseaban conocer determinado libro o autor tenían más posibilidades de oírlo recitado o leído en voz alta que de disponer del inapreciable texto”. Con Gutenberg, la práctica fue cayendo paulatinamente en desuso, en medida proporcional a que el alfabeto dejaba de ser patrimonio de unos pocos, y se preservó la costumbre sólo para los cuentos leídos a los chicos antes de dormir. El siglo XX trajo la derivación del antiguo leedor en una nueva e insana manía: la del explicador de textos.

A vuelo rasante hasta el presente, el caso del libro La Cámpora, de la periodista y escritora Laura Di Marco, es una muestra arquetípica de los condicionantes de la lectura de un texto que, según afirma la autora (página 369), buscaba la verdad entre “dos retratos opuestos”: “el que pintaba a la agrupación (...) como nuevo eje del mal” y el que “remitía a un grupo de jóvenes héroes incontaminados que luchan por un mundo más justo”.

Los explicadores (esos trovadores agoreros que pueden verse por los canales de televisión) aprovecharon la nochecita de sus programas para contarle a la sociedad argentina –como si el argentino fuera una suerte de chico aún no alfabetizado que necesita un cuento antes de dormir– las conclusiones de una investigación que, palabras más, palabras menos, desnudaba las menesundas de un grupo de muchachos y una muchacha que habían trepado hasta lo más alto del Ejecutivo para dar rienda suelta a sus más bajas pretensiones: dinero, cargos, influencias. Poder, la construcción del poder para ejercer el daño, en el liso y llano relato de los cuentos apocalípticos.

Laura Di Marco fue invitada por los explicadores a sus programas. Y en esas visitas, se la vio repetir azorada las conclusiones en formato pregunta que esgrimían sus invitadores y que no estaban sustentadas en su libro. Pero el azoramiento dejaba paso a la sonrisa cuando se comprendía que detrás de una supuesta búsqueda de la verdad se escondía una campaña de prensa digitada.

Dicen los mejores historiadores de la lectura que leer un texto lleva aparejado, de manera inevitable, dudar de él: es el mejor ejercicio intelectual que puede deparar un libro. Se puede, finalizada la lectura, desde coincidir absolutamente con el texto hasta negarlo de manera irrevocable, pasando por toda la gama de blancos, grises y negros, pero la duda estará allí, como un componente básico de la interacción con las palabras. El rol de los explicadores, por supuesto, es dinamitar hasta la posibilidad de la duda, clavar el apriorismo para que el lector entre a las páginas con preconceptos imbatibles: “esto es bueno”, “esto es malo”, “esto es verdad”, “esto es falso”. Con ese barniz se trató de que se entrara a La Cámpora.

Los explicadores hablaron de operación cuasi mafiosa para que el libro no saliera o no se distribuyera o no se vendiera o no se leyera. Hablaron de “copias adulteradas que circulan por internet y en cadenas de correo electrónico perjudicando los derechos de propiedad intelectual de su autora”. Recomendaron “la lectura de la edición original del libro, tal y como fue escrito por su autora, disponible en todas las librerías del país, supermercados y kioscos en su formato papel o en las principales librerías de libros electrónicos”. El problema es que ese libro, tal y como fue escrito por su autora, comprado en una librería del país, abonado con dinero constante y sonante, de modo libre de toda acción judicial, no proporciona ese espléndido ejercicio de la duda que tanto molestaba a Aldo Rico.

Porque para dudar de un texto, lo mínimo e indispensable es que lo afirmado tenga un viso de certeza. Recién ante esa certeza el lector podrá preguntarse si la concatenación de datos es la que encuadra, la que le sirve, la que coincide con su manera de pensar. Es absurdo dudar ante un dato falso: simplemente se lo descarta.

Así como también es inútil dudar ante una conclusión cuando los caminos que llevan a esa síntesis parten de conceptos erróneos o banales. Por eso las lecturas; por eso la señalización de los errores groseros, burdos, alejadores de toda duda.

Lectura de la página 84: Dice Di Marco, refiriéndose a Ricardo Echegaray, que “tenía conceptos similares a los de Ricardo Bussi, el represor tucumano”. El represor tucumano es Antonio Domingo Bussi. Ricardo es su hijo. Y la represión, que se sepa, hasta ahora no tiene carácter transitivo de padre a hijo, más allá de los conceptos que puedan vertirse sobre la ideología de Ricardo.

Lectura de la página 173: Dice Di Marco, como modo de demostrar que por las venas de Mariano Recalde corre peronismo de la máxima pureza, que “sus dos hijas son depositarias de ese linaje. Una es María Eva; la otra, María Cristina”. La supuesta María Cristina, se llama, en realidad Sara. Sara Recalde.

Lectura de página 220: Dice Di Marco, tratando de emular a los seguidores de Kirchner con los seguidores de Hitler en la forma de caracterizar a sus adversarios, que “gorila, gusano, rata (eran) el adjetivo usado por los nazis para denominar al ‘otro’ distinto”. Gorilla, Schnecken, Ratten no eran los epítetos comunes de la maquinaria germana del horror. Preferían, en el paroxismo de la bestialidad, despreciar al otro por su condición de otro: juden. La adjetivación de “gorila”, acuñada por Delfor en su programa La Revista Dislocada, no era ni siquiera conocida en el entramado informativo de las radios alemanas.

Lectura de página 233: Dice Di Marco, refiriéndose a la renuncia de Marta Oyhanarte a la Subsecretaría para la Reforma Institucional y Fortalecimiento de la Democracia por las supuestas presiones de Andrés Larroque, que “la primera ‘desaparecida’ fue la página web que habían armado la fundadora de Poder Ciudadano y su equipo”. Más allá de la certeza o no de esas supuestas presiones, el entrecomillado autoral de la palabra “desaparecida”, en un mundo que adoptó el término en argentino y se sabe el dolor y la barbarie que quiere significar, es, por decirlo de modo elegante, de una pobreza conceptual flagrante.

Lectura de página 297: Dice Di Marco, al referirse a la etapa universitaria de Axel Kicillof, que “atravesó la carrera con un promedio de nueve y se doctoró con los mismos honores”. El propio viceministro de Economía desmintió el dato (algo verificable para cualquier investigador que se digne a husmear en los archivos de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA): su promedio fue 8,24, colocándose primero entre los 122 graduados de 1995. El de la secundaria (en el Colegio Nacional de Buenos Aires), tampoco llegó al 9: fue 8,54 al egresar en 1989. Eso sí, por la tesis de doctorado Génesis y estructura de la teoría general de Lord Keynes recibió un 10. Y promediando todo se araña el nueve con un nada despreciable 8,92.

Errores (esos y varios otros) que, lo dicho, impiden la duda sobre el texto completo, a pesar de los esfuerzos mediáticos por hacerlo aparecer como plagado de revelaciones que los jóvenes “investigados” tratan de esconder.

Errores y esfuerzos que sólo parecen poner el acento en un miedo proverbial a la juventud. Un miedo repetido hasta el hartazgo en los medios (y en muchos textos disfrazados de ensayo): a la juventud de los ’70, a los jóvenes que volvieron de Malvinas y, ahora, a los que retornaron a la política después de la debacle de 2001.

Por suerte, acaba de aparecer otro libro, uno de Marcelino Cereijido, de fantástico y prometedor título (Hacia una teoría general de los hijos de puta), que refresca en sus primeras páginas una de las tantas frases/puñalada de Montaigne: “Nadie está libre de decir idioteces, lo grave es enfatizarlas”.


Por Miguel Russo

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