Para algunos puede sonar un tanto soberbio que la presidenta argentina se instale en el ombligo del mundo capitalista para dar cátedra de cómo salir de la crisis que azota a las economías más poderosas con el menor costo posible.
Les parece un tanto petulante que Cristina Fernández llegue a Nueva York como si fuera la maestra ciruela de la receta contracíclica.
Pero es que la Argentina tiene una larga y dolorosa experiencia en la materia, como para hablarle al mundo.
Durante más de 25 años los argentinos bebieron la amarga pócima servida por el FMI: cortar, achicar y ajustar para poder pagar sus obligaciones externas. El resultado de esos despiadados planes de ajuste fue el deterioro de la calidad de vida y el derrumbe de la que fuera una de las economías más vigorosas del mundo. Y para colmo, el default llegó como una profecía autocumplida. Sólo los necios ignoraron la enseñanza: aun para poder pagar, había que crecer.
En medio de recortes, desregulaciones salvajes, rebajas de salarios directas e indirectas, hiperinflaciones, tasas de interés usurarias, pérdidas de empleos, refinanciaciones de la deuda, corridas bancarias, dólar por las nubes y dólar por el piso, los argentinos se convirtieron en economistas para defender el poder adquisitivo de sus ingresos.
Durante 25 años, los gobernantes argentinos recitaron la fábula de mercado aprendida en los centros financieros mundiales que hoy hacen agua, según la cual si se achicaba el Estado y se liberaban de ataduras dirigistas, la economía crecería y derramaría felicidad sobre todas las clases sociales. Fue un cuento perverso que la sociedad aceptó de manera suicida, pese a que el sentido común indicaba que si la riqueza la asignaba el mercado en lugar de la política, los más desprotegidos pagarían el pato. No hacía falta estudiar en Harvard o en Chicago para concluir que si privatizaban las empresas del Estado, se abría desaforadamente la importación y se cerraban las fábricas, el resultado sería la desocupación, la pobreza, la exclusión y el crecimiento del delito.
Con poderes superiores a los de los jefes de Estado, los ministros de Economía repetían excursiones mendicantes a los centros financieros internacionales, de las cuales regresaban con refinanciaciones que se pagaban con calidad de vida. La receta del saber mundial era invariable, pero el remedio era peor que la enfermedad.
La Argentina comenzó a desoír el mandato sólo cuando la realidad indicó que ya no podía “honrar la deuda”, que el modelo de ajuste permanente se había agotado. El anuncio del default que el efímero presidente Adolfo Rodríguez Saá hizo al Parlamento con sonrisa de Carlos Gardel, fue en realidad el final de la utopía de mercado. No fue una decisión “ideológica” como la que proponían algunos líderes tercermundistas, ni una decisión lúcida de una dirigencia política que actuaba por temor al azote, sino una admisión de la realidad.
Néstor Kirchner y Cristina Fernández atravesaron con sus compatriotas los planes de ajuste para pagar aquella enorme deuda externa y decidieron actuar en sentido opuesto, contracíclico. No declararon el socialismo, ni hicieron la revolución. Apenas aplicaron el sentido común y las mejores tradiciones peronistas. Tuvieron vientos internacionales favorables, pero supieron poner las velas en sentido correcto.
La devaluación producida en 2001 abrió una nueva oportunidad histórica. Y la política posterior remplazó al mercado por más Estado y por otra utopía: producción, empleo, consumo y obras públicas. La deuda externa ya no es el cuco recurrente, la economía crece e incluye, el consumo aumenta y la Argentina –con espaldas como para enfrentar la crisis de la mejor manera– se ofrece ahora orgullosamente como modelo de salvataje ante las naciones europeas que ajustan sin piedad a sus ciudadanos.
Esos antecedentes son los que avalan a la presidenta para hablar hoy, ante la Asamblea de las Naciones Unidas en representación de 131 países que integran el G-77 más China, acerca del modo de enfrentar la crisis económica. Es una revancha frente a los sabios que condenaban a las políticas populistas por “poco serias”.
Por Alberto Dearriba.
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